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Entrevista con Pascal Quignard

Cerisy-la-Salle, agosto de 2014.

Mientras nos dirigíamos al jardín en el que conversaríamos, evocamos algunas lecturas compartidas, Paul Celan, Marguerite Duras y, desde luego, Jean Genet. Con la generosidad que le es propia Pascal Quignard respondió pacientemente a mis preguntas.

En su obra, me parece que concede un lugar cada vez más importante a la infancia, a ese periodo que se vive fuera del habla, de la lengua. De cierta manera, por ejemplo en la Noche sexual, la asocia con la vida intrauterina que aparece como el mundo que nos precedió y del cual conservamos aún adultos la huella. ¿Cómo llegó a su escritura la cuestión de la infancia?

Esta cuestión llegó a mí por razones muy personales. Cuando era pequeño, no supe bien de qué vientre, de qué origen provenía, porque me crió una joven alemana que pensaba era mi madre, cuando en realidad mi madre estaba en cama, hospitalizada y por eso no tenía ningún contacto con ella. No sé lo que uno imagina cuando es pequeño, cuando no se tiene el lenguaje, pensaba tal vez que provenía de una especie de bolsa, sentía un apego a algo. Uno sabe por lo menos que se viene de alguna parte…

Se trataba entonces de una interrogación que llevaba dentro. Después, una lectura me impactó extremadamente, pero fue mucho más tarde, la lectura de una obra muy peculiar de San Agustín, las Confesiones –sin embargo no fue porque entre tanto encontré el psicoanálisis… estuve por cierto en análisis durante diez años, comencé cuando tenía alrededor de treinta, estaba muy angustiado y tenía tendencias suicidas; ya no soy así, nunca más, el psicoanálisis me salvó la vida; por eso no me gusta cuando hablan mal de él, pues cuando se salva a la gente no se puede ser severo–. En ese libro, pero también en otros de sus textos, se ve que lo obsesiona la idea de que vivió al inicio, según él, en un estado mudo, como un animal, salvaje, sin conciencia, sin memoria, sin lenguaje, como una suerte de pecado original, que viene de la sexualidad. Es una visión muy negra. Se muestra furioso contra la condición humana que impone este primer mundo, esta vida intrauterina antes del nacimiento e, incluso, contra el principio de la infancia. De hecho, Agustín hubiera querido nacer a la edad de siete años. Lo que podría decir yo al respecto es que nacer es algo muy difícil, comenzar en la vida también lo es, y creo que se debería terminar más bien por el nacimiento y la infancia y comenzar por la extrema vejez, ¡todo sería más fácil!

Luego viene el psicoanálisis, todas las admirables meditaciones de Freud acerca del desamparo de los más pequeños, acerca del nacimiento, de la intrusión del aire en los pulmones del recién nacido que representa un riesgo de muerte, o respira o muere. Hay muchos filósofos que dicen que no se puede experimentar la muerte y que incluso muriendo eso no es posible; esta idea forma parte de una vieja tradición filosófica. Creo, al contrario, que la sola experiencia de la muerte es el nacimiento, es ahí donde existe un riesgo de muerte, una efracción. El hecho mismo, cómo decirlo, de que todo ese ritmo puramente cardíaco surja a la par de la pulmonación, con el grito, el aire frío, la luz, todas son experiencias que se vuelven milagrosas y maravillosas pero que no lo son en su origen. En su origen, son sorprendentes y espantosas. Se sale de un estado para entrar en otro. Es, en verdad, la gran mudanza de la vida.

Justo a este respecto, podemos observar en su obra, tal vez a partir de Vida secreta, un giro que puede resultar sorpresivo para quien lo ha leído desde el principio, un giro que podríamos llamar autobiográfico. De hecho, me llamó la atención, el vínculo que establece en ese libro con los lugares. Cuenta por ejemplo una de sus peregrinaciones que hace para visitar los sitios de los escritores que le gustan. Encuentro algo semejante a este vínculo en la manera en que hace que sus intervenciones en público se inscriban en el lugar donde habla, en la historia del lugar.

Es cierto, no había pensado que hago alusión al lugar donde me encuentro pero sobre todo es que si algo llega de improviso, hay que saber acogerlo. Pero tiene razón, necesito inscribir…

O bien se trata de otra cosa. Los niños en carencia, los niños que no fueron rodeados de afecto sienten una gran empatía por los lugares, los jardines o bien por los animales domésticos, se apoyan en algo más seguro. Como no saben bien qué reacción pueden tener quienes les son cercanos o cuándo puede surgir la violencia que temen de ellos y que los amenaza, prefieren entonces las cosas que los reconfortan.

Me gustan muchísimo los animales. Creo que son compañeros muy fieles y profundos también, entre la vida y la muerte, como nosotros. Cuando se está cerca de la muerte, los gatos y los perros lo saben, pueden ser realmente compasivos, se lo juro. Se quedan ahí, no se van.

Pero cuando hago mis peregrinaciones, quiero conocer los lugares. Fui a China a los lugares de Zhuangzi, que es el escritor que más me gusta. Fui a Japón a los lugares de Kenko. Pero mi piedad por así decirlo –soy alguien que no tiene religión– consiste en respirar el aire que respiraron, ver la luz en la que estuvieron. No es tanto el lugar como lo que los rodeaba lo que me interesa. Y luego está también el hecho de haber estado ahí, de haber realizado el esfuerzo de ir. Pienso que, en la historia de la humanidad, aquellos que amaban a los dioses sentían también durante las peregrinaciones un placer al darles su cuerpo, sus esfuerzos, al ofrecerles el desplazamiento, un largo viaje a pie pero sin que se tenga que hacer forzosamente a rodillas como lo hacen algunos.

Opuesto a este apego a los lugares, encontramos varios pasajes en sus textos donde evoca cómo destruye y tira a la basura sus manuscritos al final de su trabajo. Me parece que es un contraste interesante. ¿Qué significa para usted esta destrucción?

En efecto, no guardo mis papeles. Quemo todo lo que escribo excepto lo que doy a mi amiga Irène Fenoglio para su trabajo de investigación de genética textual. Es decir que he dado un solo libro, todo el manuscrito de Butes lo tiene ella y también dos o tres imágenes de otros libros que quiso conservar, pero le dije que había una condición: que no los diera a ninguna institución, que se quedaran en los lazos de amistad que nos unen. Si no, todo el resto lo rompo. ¿Se da cuenta del número de cosas que escribo cada año? Y hago treinta o cuarenta versiones de cada cosa que escribo. Necesitaría varias casas o un amor a mí mismo que no tengo para conservar esas masas de papel. No, los destruyo. Tengo la impresión de que me vacía la cabeza. El libro publicado se sustituye a todo. Puede parecer narcisista decir esto pero soy limpio como un gato y encuentro algo excrementicio en el hecho de conservar todas las etapas de escritura, todas las basuras.

¿Destruye también los dibujos que acompañan su proceso de escritura?

Mis dibujos no son nada bellos, pero los necesito. Necesito esas escenas un poco violentas, un tanto extrañas que surgen bruscamente. Para cada libro, necesito para mí una música que le sea propia. Siguiendo la línea melódica de esa música –soy músico al final de cuentas– hago mi plan. Así cada vez que canto internamente ese airecillo, mi plan desfila.

Y además tengo una imagen en la cual el libro encuentra su rostro. Después, hay que destruirlo todo pues no tiene ningún valor. Se trata de imágenes forzosamente un poco burdas, toscas, como en los sueños. Las imágenes de nuestros sueños no son siempre de buen gusto.

La violencia que se ejerce contra la lengua o contra los demás aparece con frecuencia en sus libros. Por ejemplo, en La frontera, donde la violencia de las escenas de venganza puede parecer excesiva. ¿Esta violencia que aparece en sus escritos, situados a menudo en un pasado lejano, guarda una relación con la violencia del mundo de hoy?

Existe una relación muy estrecha con lo que escribo, una relación política incluso, como la había también en Genet.

Resulta que nací después de la guerra pero viví en ciudades que no lograban reconstruirse. Los habitantes sufrieron no tanto por la destruccion –es algo que me hizo notar el alcalde de El Havre– sino por que una vez que la ciudad fue destruida hubo que esperar ocho o nueve años y después se tuvo que reconstruir. Era pues gente que vivía en casuchas, en una atmósfera de ruina. No digo que no sufrieron por la guerra, hubo muchos que murieron por las bombas americanas e inglesas, un tanto inútilmente ya que no se trataba de alemanes, eran havrenses. Hago referencia en particular al Havre porque es un puerto importante que había que destruir y porque pasé ahí una buena parte de mi infancia. Cuando se crece dentro, no se crece en algo construido. Así, incluso lo que escribo hoy se sitúa en la ruina de la violencia más terrible, porque la segunda guerra no fue tampoco una violencia cualquiera.

Aprendí a leer con alguien que volvía del campo de concentración de Dachau, a quien le llevó alrededor de una decena de años lograr comer, recobrar peso, tener de nuevo un rostro humano. Uno está confrontado a la violencia de lo que ocurre y al mismo tiempo –es también una manera política de vivir– siente un odio por la violencia, como es mi caso, que va hasta el odio por el ejército, el poder y que llega hasta la huida. Reconozco que en cierto momento renuncié a todo, a todos mis puestos, y me dije que bien se podía hacer como hacían los cristianos al origen, como hacían los monjes, los anacoretas, los ascetas o como hacen los hindúes o los monjes taoístas en extremo Oriente, que bien se podía tener una vida huyendo en extremo de la violencia.

Estoy muy al tanto de lo que ocurre en la actualidad. La violencia la vivo, me afecta. Estuve en Japón –adonde voy seguido– justo antes y justo después de lo que ellos llaman la “ola” y nosotros el “tsunami”. Estaba de gira con una bailarina de buto, Carlota Ikeda, con el espectáculo de Medea. Me afectó mucho lo que produjo la ola. Fui con mi traductor japonés a rezar por los muertos de su familia que la ola se llevó. Fue algo muy curioso por cierto…

Kenzaburo Oe, que es un escritor maravilloso, que defiende las mismas causas que yo con respecto al autismo, esa extraña violencia dirigida contra sí mismo, acudió a mí después de Fukushima para luchar contra el gobierno japonés pero, en cuanto se vuelve algo institucional, no puedo, no soy más que un hombre. No creo que se pueda hablar como si uno fuera una nación, una religión, soy incapaz de ello, no soy más que un individuo. Pienso que no se puede hablar más que de sí y con esto Genet hubiera estado también de acuerdo conmigo. Se es mucho menos peligroso así.

¿Esto tiene que ver con lo que afirma usted de que estamos “muy domesticados”?

Mire. ¿Tuvo animales en su infancia?

Tuve varios perros.

Los perros están muy domesticados y eso a veces hace su desgracia, pueden morir con su dueño, no soportan su desaparición. Los gatos siguen siendo más solitarios, aunque también sean cariñosos… Pero lo que quiero decir es en realidad otra cosa. Cuando no se conoce a los animales, se cree que todos son iguales, que los mirlos son como todos los mirlos, que todos cantan de la misma manera, aunque Dios sabe que hay unos que cantan bien y otros que cantan muy mal. Sin embargo, sabemos que los animales son insustituibles. No hay dos perros iguales. Créase lo que se crea, la domesticación, el aprendizaje, la lengua, la cortesía, la religión hacen que los hombres sean menos individualizados que los animales. Lo que me gusta en la belleza de las flores, de los árboles, de las montañas, de los bosques, es que entre más singulares son, más bellos se vuelven. Y si los humanos pudieran ser tan individualizados como los ríos o los animales, ganaríamos mucho. Y las masas colectivas serían menos peligrosas.

Hace un momento, mencionó los sueños al hablar de sus dibujos. Tengo la impresión de que se vuelven en su obra cada vez más presentes…

Para mí, son el referente. Creo que para nuestro cerebro son el referente. Su fondo. En cuanto las cosas faltan, se produce algo muy curioso: nos damos cuenta de que nuestro cerebro no es percepción sino deseo, falta. Vemos lo que nos falta. Si estamos en el frío, soñamos con algo que nos cobije. El rostro del amor de nuestra vida o el de alguien a quien hemos amado surge de pronto. La naturaleza de nuestro cerebro es entonces espontáneamente alucinatoria. El funcionamiento mental de los animales y los hombres es el del sueño. Se abreva después en el sueño aquello que llamamos el pensamiento que en el fondo es un sueño en el que se ha introducido el lenguaje que se aprendió con tanta dificultad –olvidamos siempre que se necesitó al menos seis, siete años para adquirir el lenguaje, para poder estar inmersos en él. Todo este lenguaje que da vueltas sin cesar en la cabeza desorganiza el sueño. Sin embargo, es en el funcionamiento del sueño al que uno tiene que acudir para saber, para estar íntimamente consigo mismo, para saber a quién se ama, así siempre lo he hecho yo con mis decisiones amorosas. Después de haber soñado se sabe si se ama o no a alguien; si no se sueña con esa persona quiere decir que no se le quiere. El sueño es el confidente íntimo, la intimidad misma. Así, intento resumergirme en él; por eso no soy para nada un filósofo, soy más bien un literato, no me sitúo en el pensamiento organizado, quiero que todo mi pensamiento sea auténtico y que se acerque al sueño, vuelva al origen del funcionamiento alucinatorio del cerebro humano. Tal vez eso explica que un gran científico, biólogo, como Jean-Claude Ameisen necesite a alguien como yo. Le dio mucho gusto conocerme pues lo ayuda con su propio trabajo. Porque un filósofo es muy organizado, un psicoanalista también, mientras que alguien que no busca más que experiencias y alertas, inquietudes y ansiedades profundamente ligadas al sueño, está más cerca de la verdad, aunque no se trate más que de alucinaciones, lo admito.

Entrevista y traducción por Melina Balcázar Moreno